Viernes.

septiembre 16, 2016

Las puertas del colegio se abren un poco tarde como de costumbre. El conserje que parece que tiene el reloj atrasado y nadie le dice que lo adelante, llega tarde por las mañanas y abre la puerta tarde a la una del medio día. Un caos.

Toca el timbre puntual, eso de irse le gusta, como a los niños, que salen corriendo arrastrando la mochila con las pequeñas ruedas. Otros, menos afortunados, le quedan un poquito más, el comedor abre sus puertas. Yo observo como van saliendo uno a uno camino a sus destinos. Unos abrazan a sus madres, padres, abuelos, tíos... Salen contentos. Es viernes.

Unas flautas mal tocadas me sacan de mis pensamientos. Vienen de atrás. Parece que las niñas empiezan a dar música este año, el profesor les pide las flautas y les enseña, pero han olvidado como se toca, pues tiran todo el aire a presión que tienen dentro destrozando los oídos de los que allí nos encontramos. Las miro, no sé que cara les he puesto. Pobres. 

Vuelvo la mirada hacia la puerta, por allí tiene que salir la rubia. Empiezan a salir niños, después de decirles al profesor donde se encuentran la persona que han ido a por ellos. Así una clase tras otra, un niño tras otro. Otra clase se amotina en la puerta, un niño tras otro, estos se hacen un saludo de manos con el profesor. Se chocan los puños, arriba, abajo, mueven los dedos y pueden salir. Y por fin, veo a la rubia. Le hace el saludito al profesor con las manos y... ¡Es libre!


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